¿Los problemas que aquejan al traductor? Dejo de lado los personales (desconocimiento de la lengua de la cual traduce, torpeza en el manejo de la propia, ignorancia de las realidades extratextuales a las que alude el texto). Los otros problemas son la falta de reconocimiento como creador de que es objeto el traductor. Y que se muestra en la parquedad con que se lo remunera. [...] Yo he padecido en épocas de cesantías o renuncias a mi profesión de docente, esas premuras. De ellas quedan algunas pruebas en mis traducciones: por ejemplo, a un personaje de Julien Green le hago ponerse en el bolsillo del saco un “portafolios” (portefeuille: billetera). Esos casos no son casos de infidelidad. Las editoriales serias los prevén, y suele haber correctores que los detectan y salvan.
(Enrique Pezzoni en revista Sur, número 338-339, enero-diciembre de 1976)
¿Qué recomendaciones se pueden hacer a los traductores de prosa? Desde luego que no deben ser literales. Hubo una polémica famosa en Inglaterra entre Arnold y Newman sobre la traducción literal. Arnold decía que la traducción literal no es fiel al original porque cambia los énfasis. En español, por ejemplo, no se dice “buena noche” sino “buenas noches”, en plural. Si se tradujera al francés como “bonnes nuits” o al inglés como “good nights”, se estaría cometiendo un error, porque se estaría creando un énfasis que no existe en el original. Si al traducir una novela se le hiciese decir a un personaje que dice “good morning” o “gutten morgen” su traducción literal que es “buena mañana”, se lo estaría haciendo hablar de un modo anómalo. Decir en inglés “good days” por “buenos días” también sería infiel.
(Borges, ibídem, p. 119)
Un traductor alemán tradujo un cuento criollo mío que en algún lugar decía “llegaba un oscuro”. Él, sin darse cuenta que se trataba del pelaje de un caballo, tradujo “llegaba el crepúsculo”. Claro, tradujo por el diccionario. Pero es el diccionario mismo el que induce a error. De acuerdo a los diccionarios, los idiomas son repertorios de sinónimos, pero no lo son. Los diccionarios bilingües, por otra parte, hacen creer que cada palabra de un idioma puede ser reemplazada por otra de otro idioma. El error consiste en que no se tiene en cuenta que cada idioma es un modo de sentir el universo o de percibir el universo”
(ibídem, p. 120.)
La fuerza de un novelista no radica solamente en su imaginación, sino también en su facultad de exactitud semántica. En este sentido, Proust no es menos exigente que Descartes. Los ingleses y los norteamericanos conocen su gran novela bajo el título Remembrance of Things Past, Recuerdo de las cosas pasadas, alusión al trigésimo soneto de Shakespeare. Imposible elegir título más lindo y hueco. Porque el título de Proust es la definición precisa de una situación humana y las palabras “busca”, “tiempo”, “perdido” son irremplazables. [...] Muchas veces me enfurecí con las traducciones traicioneras sin dar a entender más claramente que los responsables no son necesariamente los traductores. Hace poco leí: “A veces, los escritores extranjeros reprochan a sus traductores franceses que edulcoran la expresión —y por ende también el contenido— de sus obras. Esos escritores deben saber que las edulcoraciones no son necesariamente obra de los traductores: a veces son impuestas por las editoriales.” Fue Pierre Blanchaud quien escribió estas palabras en un notable artículo publicado en el último número de la revista L’Atelier du roman.
Cuenta también allí la historia tan increíble como común de su traducción de Kleist. El editor, que exigía un texto elegante, “bien escrito”, fácilmente legible, impuso modificaciones que el traductor, fiel al estilo extraño, áspero de su autor, se negó a aceptar. Hubo juicios, enredos, humillaciones (para el traductor, naturalmente, porque en la pareja traductor-editor el débil es él) y, al final, una nueva edición de Kleist (hecha por otro) que es tan legible como lamentable, lo que Blanchaud demuestra con ejemplos en la mano. Y resume así la situación que, doy fe, es cada vez más frecuente en todas partes del mundo: “Cuando [el traductor] entrega el manuscrito le dicen que las ‘torpezas’ halladas en su texto exigen una intervención minuciosa del revisor (elegido por el editor)... Lo que tienen en común todas esas revisiones es que hacen decir cualquier cosa a los autores traducidos... Si sus frases son largas, se recortan; y se alargan si son cortas. Se adornan inútilmente las cópulas pero se eliminan las repeticiones significativas... ¿Cuáles son las razones de esta censura, de esta reescritura salvaje?... La sumisión total a cierto estilo con gancho, a una escritura de supermercado, que es [para el editor] la única capaz de vender el libro.”
(Milan Kundera, en “El
arte de la fidelidad”, trad. de Cristina Sardoy, en Clarín Cultura y Nación,
Buenos Aires, 13 de julio de 1995)
Todo traductor
profesional sabe que los errores de una u otra especie son inevitables en una
obra extensa a causa de la “fatiga verbal” que se produce al promediar la
tarea, si no es por otra razón.
(Elsa Gress, “El arte
de traducir”, en Sur,
op. cit., p. 29.)
Uno de los gajes al
que me siento especialmente expuesta, en mi ejercicio simultáneo de la
literatura, la crítica y la traducción, es el extraordinario interés y el
fanatismo que suscitan los detalles lingüísticos e idiomáticos, hecho que
induce a los lectores a escribir interminables cartas a las casas editoras e
inclusive cartas amenazadoras dirigidas a escritores y traductores.
(ibídem, p. 33)
Una dificultad que se
plantea al traductor es la fragmentación de la lengua española. Traducir al
francés significa incontestablemente traducir a la lengua que se habla en
Francia. Traducir al inglés es más problemático porque, como dirían los
franceses, hay versiones al anglais y
versiones al americain.
Pero nada es tan difícil como la traducción al castellano, lengua que tiene
múltiples centros de irradiación tanto en España misma cuanto en América
latina, cada uno de ellos con sus peculiaridades expresivas propias. El acuerdo
tácito entre los traductores consiste en utilizar una suerte de lingua
communis, cuyos rasgos más notorios son el empleo del tuteo (aun en aquellos
lugares donde prevalece el voseo) y de un vocabulario neutral.
(Jaime Rest,
“Reflexiones de un traductor”, en Sur,
op. cit., p. 196)
(Los ejemplos están
entresacados del capítulo "La corrección de traducciones", de mi
libro Cómo corregir
sin ofender.)