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lunes, 7 de octubre de 2013

Proyecto de ley sobre derechos de autor de los traductores

Proyecto de ley sobre derechos de autor de los traductores

 

La Comisión de Derechos de autor de la AATI participó en la elaboración de un proyecto de ley de traductores junto con otros reconocidos traductores, Pablo Ingberg y Andrés Ehrenhaus, y abogados especialistas. Su tratamiento en la Cámara de Diputados es inminente. La intención de este grupo heterogéneo de traductores literarios y técnicos con distintas experiencias y de la AATI es ofrecer una herramienta legal eficaz para proteger y dignificar la traducción, y de subsanar un vacío legal que perjudica desde siempre, en especial, a quienes traducen textos que están protegidos por los derechos de autor. Esta ley hará que los traductores literarios, técnicos y científicos argentinos queden igualados a condiciones ya existentes desde hace tiempo en muchos otros países y recomendadas por convenciones internacionales: que su trabajo no quede entregado para siempre en condiciones leoninas, sino que, cuando rinde frutos a una editorial o afines, por ventas grandes y/o prolongadas en el tiempo, una mínima parte de ese beneficio vaya también al traductor. Crea también un premio a la traducción, como el que existe ya en otros países. Además, propone subsidios y otras ayudas a la industria editorial en su relación con la traducción. Por todo esto, sería una ley señera incluso en el orden internacional, porque en ningún país existe una ley específica que proteja a los traductores y la traducción. Una ley que mejoraría la dura situación laboral de los traductores, pero también promovería el desarrollo de la traducción argentina y de la industria editorial argentina.

 

Fuente: Asociación Argentina de Traductores

 

 


viernes, 5 de julio de 2013

El traductor y el libro del editor, según Libertella

Quienquiera que se preocupe por esa sociología de la traducción deberá pensar, también, que ella tiene un espacio propio en muchos países de Occidente. Ese espacio o zona puede ser marcado en tiza como el triángulo de oro capita­lista: DINERO=TEXTO A TRADUCIR=EDITOR QUE PAGA LA TRADUCCIÓN. Si el traductor es el individuo sociable de la literatura, su sociabilidad va a demostrarse primero, y graciosamente, ante quien le paga por su trabajo. Ser cortés y respetar las formas del editor supone saber leer, primero, el libro que él escribió como editor: conocerle su estilo. ¿Cuál es el libro escrito por el editor?: obviamente, su catálogo. Así leído el libro del editor, allí podrán verse, tal vez, sus fantasías y apetitos de mercado, el segmento que se pone y fija sus deseos públicos, el lugar social recortado desde el que busca hablar.
Si alguien lee de antemano el catálogo del editor que lo ha contratado, entonces la obra que recibe para traducir ya no será la misma que él había leído. Hay un nuevo contrato (intertexto), como una inteligencia previa y común; un pacto que se establece con esa obra del editor. Será posible que ese pacto organice el tipo de traducción: el campo-léxico, la manera de bajar de un estilo sublime a un tono grave o al revés; la sintaxis, en fin, el arte de disponer del lector o cliente.
No debería ser, por lo mismo, lo mismo el Quijote tra­ducido por Grove Press, Selecciones del Reader’s Digest o la Universidad de Minnesota. Precisamente porque los interlocutores de estas tres editoriales son distintos, no es ex­traño pensar que prometan a su público libros distintos. Es una posibilidad no del todo fantástica: que haya cien Quijotes diferentes si hay cien editoriales diferentes (cosa que, tal vez, permitiría reflexionar sobre la moral de traducción que puede regir en una cierta sociedad neo neo capitalista). Al fin, es en la portada donde siempre aparecen los tres tipos de crédito: nombre del autor, nombre de la obra y nombre de la editorial (que, generalmente, falsa modestia, va al pie). Este tercer elemento no es totalmente inocente: siempre puede intervenir como un modificador de los dos primeros.

Héctor Libertella, Las Sagradas Escrituras, 
Buenos Aires, Sudamericana, 1993, pp. 83-85.


viernes, 26 de abril de 2013

Reflexiones (ajenas) sobre la traducción



¿Los problemas que aquejan al traductor? Dejo de lado los personales (desconocimiento de la lengua de la cual traduce, torpeza en el manejo de la propia, ignorancia de las realidades extratextuales a las que alude el texto). Los otros problemas son la falta de reconocimiento como creador de que es objeto el traductor. Y que se muestra en la parquedad con que se lo remunera. [...] Yo he padecido en épocas de cesantías o renuncias a mi profesión de docente, esas premuras. De ellas quedan algunas pruebas en mis traducciones: por ejemplo, a un personaje de Julien Green le hago ponerse en el bolsillo del saco un “portafolios” (portefeuille: billetera). Esos casos no son casos de infidelidad. Las editoriales serias los prevén, y suele haber correctores que los detectan y salvan.

(Enrique Pezzoni en revista Sur, número 338-339, enero-diciembre de 1976)


¿Qué recomendaciones se pueden hacer a los traductores de prosa? Desde luego que no deben ser literales. Hubo una polémica famosa en Inglaterra entre Arnold y Newman sobre la traducción literal. Arnold decía que la traducción literal no es fiel al original porque cambia los énfasis. En español, por ejemplo, no se dice “buena noche” sino “buenas noches”, en plural. Si se tradujera al francés como “bonnes nuits” o al inglés como “good nights”, se estaría cometiendo un error, porque se estaría creando un énfasis que no existe en el original. Si al traducir una novela se le hiciese decir a un personaje que dice “good morning” o “gutten morgen” su traducción literal que es “buena mañana”, se lo estaría haciendo hablar de un modo anómalo. Decir en inglés “good days” por “buenos días” también sería infiel.

(Borges, ibídem, p. 119)


Un traductor alemán tradujo un cuento criollo mío que en algún lugar decía “llegaba un oscuro”. Él, sin darse cuenta que se trataba del pelaje de un caballo, tradujo “llegaba el crepúsculo”. Claro, tradujo por el diccionario. Pero es el diccionario mismo el que induce a error. De acuerdo a los diccionarios, los idiomas son repertorios de sinónimos, pero no lo son. Los diccionarios bilingües, por otra parte, hacen creer que cada palabra de un idioma puede ser reemplazada por otra de otro idioma. El error consiste en que no se tiene en cuenta que cada idioma es un modo de sentir el universo o de percibir el universo”

(ibídem, p. 120.)


La fuerza de un novelista no radica solamente en su imaginación, sino también en su facultad de exactitud semántica. En este sentido, Proust no es menos exigente que Descartes. Los ingleses y los norteamericanos conocen su gran novela bajo el título Remembrance of Things Past, Recuerdo de las cosas pasadas, alusión al trigésimo soneto de Shakespeare. Imposible elegir título más lindo y hueco. Porque el título de Proust es la definición precisa de una situación humana y las palabras “busca”, “tiempo”, “perdido” son irremplazables. [...] Muchas veces me enfurecí con las traducciones traicioneras sin dar a entender más claramente que los responsables no son necesariamente los traductores. Hace poco leí: “A veces, los escritores extranjeros reprochan a sus traductores franceses que edulcoran la expresión —y por ende también el contenido— de sus obras. Esos escritores deben saber que las edulcoraciones no son necesariamente obra de los traductores: a veces son impuestas por las editoriales.” Fue Pierre Blanchaud quien escribió estas palabras en un notable artículo publicado en el último número de la revista L’Atelier du roman.
Cuenta también allí la historia tan increíble como común de su traducción de Kleist. El editor, que exigía un texto elegante, “bien escrito”, fácilmente legible, impuso modificaciones que el traductor, fiel al estilo extraño, áspero de su autor, se negó a aceptar. Hubo juicios, enredos, humillaciones (para el traductor, naturalmente, porque en la pareja traductor-editor el débil es él) y, al final, una nueva edición de Kleist (hecha por otro) que es tan legible como lamentable, lo que Blanchaud demuestra con ejemplos en la mano. Y resume así la situación que, doy fe, es cada vez más frecuente en todas partes del mundo: “Cuando [el traductor] entrega el manuscrito le dicen que las ‘torpezas’ halladas en su texto exigen una intervención minuciosa del revisor (elegido por el editor)... Lo que tienen en común todas esas revisiones es que hacen decir cualquier cosa a los autores traducidos... Si sus frases son largas, se recortan; y se alargan si son cortas. Se adornan inútilmente las cópulas pero se eliminan las repeticiones significativas... ¿Cuáles son las razones de esta censura, de esta reescritura salvaje?... La sumisión total a cierto estilo con gancho, a una escritura de supermercado, que es [para el editor] la única capaz de vender el libro.”

(Milan Kundera, en “El arte de la fidelidad”, trad. de Cristina Sardoy, en Clarín Cultura y Nación, Buenos Aires, 13 de julio de 1995)


Todo traductor profesional sabe que los errores de una u otra especie son inevitables en una obra extensa a causa de la “fatiga verbal” que se produce al promediar la tarea, si no es por otra razón.

(Elsa Gress, “El arte de traducir”, en Sur, op. cit., p. 29.)


Uno de los gajes al que me siento especialmente expuesta, en mi ejercicio simultáneo de la literatura, la crítica y la traducción, es el extraordinario interés y el fanatismo que suscitan los detalles lingüísticos e idiomáticos, hecho que induce a los lectores a escribir interminables cartas a las casas editoras e inclusive cartas amenazadoras dirigidas a escritores y traductores.

(ibídem, p. 33)


Una dificultad que se plantea al traductor es la fragmentación de la lengua española. Traducir al francés significa incontestablemente traducir a la lengua que se habla en Francia. Traducir al inglés es más problemático porque, como dirían los franceses, hay versiones al anglais y versiones al americain. Pero nada es tan difícil como la traducción al castellano, lengua que tiene múltiples centros de irradiación tanto en España misma cuanto en América latina, cada uno de ellos con sus peculiaridades expresivas propias. El acuerdo tácito entre los traductores consiste en utilizar una suerte de lingua communis, cuyos rasgos más notorios son el empleo del tuteo (aun en aquellos lugares donde prevalece el voseo) y de un vocabulario neutral.

(Jaime Rest, “Reflexiones de un traductor”, en Sur, op. cit., p. 196)


(Los ejemplos están entresacados del capítulo "La corrección de traducciones", de mi libro Cómo corregir sin ofender.)


viernes, 25 de mayo de 2012

Martínez de Sousa sobre traducción (video)

"El mundo de la corrección en el proceso de traducción"

Vídeo  |  Castellano  (93' 58'')  | Visto: 4147 veces


D. José Martínez de Sousa
Bibliólogo, ortotipógrafo y lexicógrafo