viernes, 5 de julio de 2013

El traductor y el libro del editor, según Libertella

Quienquiera que se preocupe por esa sociología de la traducción deberá pensar, también, que ella tiene un espacio propio en muchos países de Occidente. Ese espacio o zona puede ser marcado en tiza como el triángulo de oro capita­lista: DINERO=TEXTO A TRADUCIR=EDITOR QUE PAGA LA TRADUCCIÓN. Si el traductor es el individuo sociable de la literatura, su sociabilidad va a demostrarse primero, y graciosamente, ante quien le paga por su trabajo. Ser cortés y respetar las formas del editor supone saber leer, primero, el libro que él escribió como editor: conocerle su estilo. ¿Cuál es el libro escrito por el editor?: obviamente, su catálogo. Así leído el libro del editor, allí podrán verse, tal vez, sus fantasías y apetitos de mercado, el segmento que se pone y fija sus deseos públicos, el lugar social recortado desde el que busca hablar.
Si alguien lee de antemano el catálogo del editor que lo ha contratado, entonces la obra que recibe para traducir ya no será la misma que él había leído. Hay un nuevo contrato (intertexto), como una inteligencia previa y común; un pacto que se establece con esa obra del editor. Será posible que ese pacto organice el tipo de traducción: el campo-léxico, la manera de bajar de un estilo sublime a un tono grave o al revés; la sintaxis, en fin, el arte de disponer del lector o cliente.
No debería ser, por lo mismo, lo mismo el Quijote tra­ducido por Grove Press, Selecciones del Reader’s Digest o la Universidad de Minnesota. Precisamente porque los interlocutores de estas tres editoriales son distintos, no es ex­traño pensar que prometan a su público libros distintos. Es una posibilidad no del todo fantástica: que haya cien Quijotes diferentes si hay cien editoriales diferentes (cosa que, tal vez, permitiría reflexionar sobre la moral de traducción que puede regir en una cierta sociedad neo neo capitalista). Al fin, es en la portada donde siempre aparecen los tres tipos de crédito: nombre del autor, nombre de la obra y nombre de la editorial (que, generalmente, falsa modestia, va al pie). Este tercer elemento no es totalmente inocente: siempre puede intervenir como un modificador de los dos primeros.

Héctor Libertella, Las Sagradas Escrituras, 
Buenos Aires, Sudamericana, 1993, pp. 83-85.


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