martes, 24 de abril de 2012

Saramago y el corrector


Dijo el corrector, Sí, el nombre de este signo es deleátur, se usa cuando necesitamos quitar algo o hacerlo desaparecer, la misma palabra lo dice, y tanto vale para letras sueltas como para palabras completas. Me recuerda una serpiente que se hubiera arrepentido en el momento de morderse la cola.[...] Los autores viven en las alturas, no malgastan su precioso saber en displicencias e insignificancias, letras heridas, cambiadas, invertidas, que así clasificábamos sus defectos en los tiempos de la composición manual, diferencia y defecto, entonces, era todo uno.
Confieso que mis deleátures son menos rigurosos, un rasgo me basta, confío en la sagacidad de los tipógrafos, esa tribu colateral de la edípica y celebrada familia de los farmacéuticos, capaces incluso de descifrar lo que ni siquiera llegó a escribirse, Y que vengan luego los correctores a resolver los problemas, Sois nuestros ángeles guardianes, en vos nos confiamos...
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... lo que parece demostrado es que, en lo más secreto de nuestras almas secretas, nosotros, los correctores, somos voluptuosos.
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Ciertos autores del pasado, de juzgarlos por su criterio, serían gente de esa especie, correctores magníficos, estoy acordándome de las pruebas revisadas por Balzac, un deslumbre pirotécnico de correcciones y añadidos. Lo mismo hacía nuestro doméstico Eça de Queiroz, para que no quede sin mención un ejemplo patrio, Se me ocurre ahora que tanto Eça como Balzac se sentirían hoy los más felices de los hombres ante un ordenador, interpolando, transponiendo, recorriendo líneas, cambiando capítulos, Y nosotros, lectores, nunca sabríamos por qué caminos habían andado y se habían perdido antes de alcanzar la forma definitiva, si es que tal cosa existe...
Piense usted en la vida cotidiana de los correctores, piense en la tragedia de tener que leer una vez, dos, tres, cuatro o cinco veces, libros que, Probablemente no merecerían ni una sola lectura, Que conste que no he sido yo quien ha proferido tan graves palabras, sé muy bien cuál es mi lugar en la sociedad de las letras, voluptuoso, sí, pero también respetuoso, [...] en fin, sólo el corrector aprendió que su trabajo de corregir es el único que nunca se acabará en el mundo.
Le recuerdo que los correctores son gente sobria, han visto ya mucha literatura y vida.
… El corrector tiene ese notable talento de desdoblarse, traza un deleátur o introduce una coma indiscutible, y, al mismo tiempo, aceptemos el neologismo, se heteronomiza, es capaz de seguir el camino sugerido por una imagen, una comparación, una metáfora, no es raro que el simple sonido de una palabra repetida en voz baja lo lleve, por asociación, a organizar polifónicos edificios verbales que convierten su pequeño escritorio en un espacio multiplicado por sí mismo, aunque sea muy difícil explicar, en vulgar, qué quiere decir tal cosa.
Y este oficio, hora es ya de decirlo, se incluye entre los peor pagados del orbe.
... y, por encima de todo, primer mandamiento del decálogo del corrector que aspire a la santidad, siempre se debe evitar a los autores el peso de las vejaciones.
Las correcciones hechas de prisa siempre traen erratas.
... tenía mucha razón aquel autor que preguntó un día, Cómo sería la piel de Julieta para los ojos de un halcón, ahora bien, el corrector, en su agudísima tarea, es precisamente el halcón, aunque vaya teniendo ya la vista cansada, pero al llegar la hora de la lectura final, es como Romeo cuando miró por primera vez a Julieta, inocente, traspasado de amor.
Mientras tanto, le exige la conciencia profesional que, al menos, vaya recorriendo lentamente las páginas, los ojos expertos vagando sobre las palabras, confiado en que, variando así el nivel de la atención, cualquier yerro de menor alzada se dejaría sorprender, como sombra que el movimiento del foco luminoso desplazó súbitamente, o aquel conocido vistazo lateral que capta, en el último instante, una imagen en fuga.
... un corrector es una persona seria en su trabajo, no juega, no es un prestidigitador, respeta lo que está establecido en gramáticas y prontuarios, se guía por las reglas y no las modifica, obedece a un código deontológico no escrito pero imperioso, es un conservador obligado por las conveniencias a esconder sus voluptuosidades, dudas, si alguna vez las tiene, las guarda para sí, mucho menos pondrá un no donde el autor escribió un sí, este corrector no lo hará.
Se sabe, por ejemplo, que el corrector de Nietzsche, siendo fervoroso creyente, resistió a la tentación de introducir, también él, la palabra No en una página determinada, transformando en Dios no ha muerto el Dios ha muerto del filósofo.
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… Si los autores siempre sufren así, pobrecillos, y halló algún contento en no ser más que corrector de pruebas.

(Historia del cerco de Lisboa,
trad. de Basilio Losada, Barcelona, Seix Barral, 1990.)



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