Unas palabras —más de cuatro—, mi estimado y paciente colaborador,
sobre su función respecto a mis artículos. En los que, ya impresos, suelen
aparecer erratas que si son leves, como una de hoy en que aparece resuelve donde escribí revuelve, otras obedecen, me figuro, a no tener a la vista, al
corregir las capillas, mis originales y observar ciertas peculiaridades,
algunas heterográficas, de este mi dialecto personal que el otro día me dijo
Menéndez Pidal que es un super-castellano. Así, un día cuando yo escribí engeño, añadiendo que es voz desaparecida, me pusieron ingenio, que es la
actual; otra vez pusieron desesperado donde yo decía desperado; en mi artículo
sobre el mozo de la pedrada se me corrigió el melencónico —que es la forma
corriente en el campo salmantino— por el oficial melancólico. Y etc.
Le ruego, pues, que tenga a la vista mis originales, ya que es
naturalísimo e inevitable que el tipógrafo se deje llevar de lo corriente y lea
lo que está habituado a leer. Y no pretendo que se me respeten ciertas
peculiaridades heterográficas como escojer, cojer, recojer, lijero, etc. (como
acentúo telégrama, y así lo pronuncio).
Y a este caso, le contaré lo que una vez me ocurrió al enviarme
segundas pruebas de un libro. En el que yo suprimía ¡claro está! todas esas
letras absurdas como las p, b y s de septiembre, obscuro, inconsciencia,
suscriptor, etc. Había tachado una p de septiembre, y en segundas pruebas me la
vuelven a colar con un marginal “¡ojo!”. Volví a tacharla, y el “¡ojo!”, y en
vez de éste, puse: “¡oído!”
Y basta de tiquismiquis gramaticaleros. Procuro escribir con estas
patitas de mosca lo más claro posible —aborrezco la mecanografía tanto como la
telefonía— y espero que me tolerarán mis dialectismos individuales y hasta mis
peculiaridades heterográficas.
(citado por José Martínez de Sousa, Diccionario de
tipografía y del libro,
Madrid,
Paraninfo, 1992)
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